



Capítulo 2.
La inscripción de la discordia 1.
Y los cuatro hobbits se fueron por los benditos senderos de Ilúvatar en dirección a Bree.

Por cierto, durante el viaje no dejaban de perseguirlos unos jinetes negros que emitían unos estridentes alaridos.

Parecían gritar: “¡La inscripción, la inscripción!”. Pero los hobbits ni caso. Lo que faltaba era tener que inscribirse además en algún tipo de competición, pensó Frodo, así que como pudieron los fueron esquivando hasta llegar al Poney Pisador, una posada en Bree.

Allí Frodo le mostró el anillo al montaraz de la pipa, cuyo su propio nombre él si recordaba, y le refirió lo de la extraña inscripción grabada.


-¿Una extraña inscripción? ¡Pues no sé si servirá así! -exclamó contrariado Aragorn pues este era su nombre. -Tendremos que ir a Rivendel y preguntarle a Elrond, que todo lo sabe -añadió tras un momento de meditación durante el cual Frodo oyó de nuevo aquellos estridentes alaridos que parecían provenir de alguna habitación cercana.

Por el camino los jinetes negros no cejaban en su empeño de perseguirlos, pero finalmente tuvieron la fortuna o contrariedad –esto Frodo nunca lo supo- de encontrar a otros tantos jinetes acuáticos con los que competir y supuso que todos ellos fueron a inscribirse puesto que no los vio más.


Y fue así como llegaron a “Casa Elrond”, en Rivendel, un hotel rural donde hospedarse en medio del valle idílico de Imladris. Y Aragorn mostró el anillo con aquellas extrañas letras al anfitrión y le pidió consejo.
-No sé Elrond,… ella es tan exigente -musitó con tono abatido.


-Señor Elrond, se me ocurre que podríamos inscribir, si me permite la sugerencia, «Desde Imladris con amor» -propuso su consejero Erestor con un consejo no muy atinado.

Un poema de perplejidad era ver la cara de Elrond, Aragorn y Gandalf ante tan petulante e improcedente sugerencia.


-Erestor, hijo de no se sabe quién -intervino Gandalf tosiendo y no porque el humo de la pipa que llevaba en ese momento en la boca se le fuera por algún lugar indebido sino porque la ridícula sugerencia del elfo consejero parecía haberlo irritado sobremanera-. El contenido de la inscripción lo decidirá, cuando lo tenga claro, el aquí presente Aragorn, hijo de su padre, porque a él atañe más que a ningún otro tal decisión. –Concluyó resignado.
Por esos días en Casa Elrond se alojaban muchos transeúntes: elfos, hombres, enanos y algún que otro hobbit que habían ido a pasar unos días de reposo y solaz.



- Expongamos la cuestión al resto de los huéspedes -intervino sabiamente Elrond como siempre hacía.- Frodo lo miraba alelado y admiraba lo juicioso y prudente de aquellas palabras. -La probabilidad de dar con la solución idónea se verá incrementada, -ultimó Elrond.

Y Frodo, mientras miraba a Boromir que a su vez lo miraba a él, pensó: «A lo mejor este es el poder maligno que tiene este Anillo: todos quieren poner su propia inscripción». Y en ese preciso momento fue cuando recordó a aquellos jinetes negros que gritaban: “¡la inscripción, la inscripción!”. Y se sintió tan sabio como Elrond.
